Mujer, en una silla
Sentada en el banquillo, frente a togas negras,
cuervos, relamiéndose, agarrados a la ley hecha por ellos,
esperando, con muecas en la cara y babeando,
la descripción de mi miedo.
–
Desde lo alto, me observan divertidos,
van a juzgar si mi terror está justificado,
y me increpan.
Mi silla, solitaria, pequeña,
se me escapa, quiere huir y dejarme allí, sola,
ante el público, porque hay público.
–
Apenas me giro,
porque el camino hacia esa silla
ha sido largo, dudoso y vergonzoso.
¿Cómo me iba a pasar a mí?
Y ahora aquí, no sé si soy la víctima o la culpable.
–
Me increpan con preguntas, quieren saber más,
miro hacia abajo, un abismo,
y me pregunto
sin son esos,
los que miran desde arriba,
con sus caras negras y amenazantes
los que han de protegerme.
–
Balbuceo,
las palabras, tanto tiempo enterradas, no se atreven a salir,
«¡Más alto!, no se oye»
y comienzo a narrar las vejaciones,
mi descripción no debe ser buena,
se ríen, el gallinero de prácticas en la sala comenta.
–
Sólo una cara amiga, fuera del teatro,
el del policía que llegó a mi casa,
que me animó a venir,
que leyó en mi cara el temor,
que ve ahora mi nerviosismo.
–
Diez minutos, solo diez minutos.
«Ya se puede ir», me dicen,
yo me he quedado pegada a la silla,
«Levántese».
y no puedo, no quiero moverme,
quizás la silla me coja en brazos y haga que desaparezca,
quizás pueda volar,
quizás pueda recuperar mi dignidad,
como mujer.
–
Salgo de allí y no sé lo que acaba de pasar,
juzgada, ¿por qué?
Mis piernas empiezan a moverse,
unos ojos me ayudan a salir,
salgo corriendo,
es invierno,
marzo,
en ese tribunal de buitres se quedó mi verguenza.
–
La silla llora, una vez más,
la dejé sola,
frente a los cuervos, los buitres,
sola en la casa de la llamada «Justicia».