El libro, por un día
Alexis Ravelo
El libro. Ah, el libro. Llega el 23 de abril y el libro, por una vez sale a la calle, se visibiliza, es respetado, se habla bien de él. Hay que fomentarlo, divulgarlo, exhibirlo. Esa actividad normalmente individual, íntima, casi secreta, de la lectura, se hace, por una vez, pública, colectiva. Se exponen manualidades en las que Don Quijote, Sancho y Dulcinea sustituyen en la entrada al empleado de la empresa de seguridad subcontratada en institutos, bibliotecas y museos. Informativos que de ordinario prefieren rellenar sus huecos libres con vídeos de Youtube sobre accidentes y perritos conmovedores, o con reportajes sobre el calor o el frío que hace, se dignan a dedicar totales de un par de minutos a Cervantes. Centros comerciales que exponen los libros mucho peor que los perfumes ponen en estos días mesas de saldo que sirven para vaciar su fondo de almacén. Maestros y profesores de instituto piden a los escritores locales que den una charla sobre la importancia de la lectura a un alumnado que ni les ha leído ni les leerá. Autoras y autores asisten a dar conferencias gratuitas a foros públicos gestionados por productores de eventos, intermediarios ineptos que sí cobran. Políticos de todos los colores y sabores se apresuran a hacerse fotos con libreros, escolares o académicos en puestos callejeros o en aulas magnas, dando discursos sobre la importancia de la lectura, esa que no tienen en cuenta casi nunca al elaborar los presupuestos generales de las instituciones que gobiernan.
El libro continúa siendo ese objeto que da gustito, que te conmueve y te desordena la conciencia, que da un codazo a la realidad para que puedas verla con más lucidez. Lo es, lo fue y lo será, a pesar del político, el reportero, el profe, el jefe de planta y el productor de eventos que solo se acuerdan de su existencia en abril, para hacerse la foto o para hacer caja, que en el fondo es lo mismo. Somos otros (autores y autoras, bibliotecarios y bibliotecarias, libreros y libreras, editores y editoras, lectores y lectoras, que solemos ser, además, varias de estas cosas a la vez) quienes hacemos que diariamente se celebre al libro y al derecho de autor. A veces no es complicado, ni requiere presupuesto ni grandes esfuerzos: cuando le regalamos a alguien una novela o un libro de poemas, cuando preferimos ir a nuestra librería de confianza en lugar de a una página de descarga gratuita en Internet, cuando nos encontramos en una esquina y hablamos sobre lo último que hemos leído, ya estamos haciendo más de lo que hacen muchos. Los demás, aparecen una vez al año (durante un día, una semana, un mes, lo que dure el programa de actos) para quedar bien o llenarse el bolsillo. Y nosotros, tú y yo, callamos y fingimos ser felices así: para un día al año en el que parece que el libro le importa a todo el mundo, tampoco vamos a aguar la fiesta. Pero, cuando nos cruzamos en esos actos, esas charlas, esas ferias, nos sabemos miembros de una misma secta, comandos de la misma guerrilla, esa que sabe que un libro es una trinchera, una barricada, una atalaya de francotiradores refractarios a la impostura.
Artículo cortesía de Alexis Ravelo, de su blog Ceremonias. Pequeñas píldoras para leer rápido y pensar despacio.